Se nos marcha el año del IV centenario de la muerte de Cervantes. La efemérides del autor del Quijote apenas ha sido recordada en Córdoba, pese a encontrarse familiarmente ligado a ella. No ha sido así en otras partes. En Málaga el Foro para la Paz en el Mediterráneo ha impulsado numerosas actividades y la Academia de San Telmo, bajo el título de El libro del Arte de Cozina en la era de Cervantes nos ha dejado un libro espléndido sobre las artes culinarias en aquel tiempo, ya que alimentarse no es sólo satisfacer una necesidad biológica, sino una actividad que tiene mucho de social y cultural, si bien en nuestro tiempo estamos llegando a excesos de deconstrucciones, reducciones y otras zarandajas varias.

El realismo, una de las notas dominantes de la obra cervantina, aparece en lo que se refiere a materia culinaria, aunque nunca entró don Miguel en profundas explicaciones, limitándose a señalar lo que era la comida de entonces. Pone en boca de Sancho, cuando es gobernador de la ínsula de Barataria y el maestresala  está  empeñado en obsequiarle con exquisitos manjares que el escudero recibe con melindre, que lo mejor que “puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen”.

La carne más estimada en aquellas décadas era la de carnero. Martínez Montiño en su Arte de cozina, pastelería vizcochería y conservería (1611) ofrece numerosas recetas de carnero asado, patas en gigote, estofadas, rellenas a la francesa o picada para hacer albóndigas, empanadas o pasteles. Pero la carne  más popular era la de cerdo, cuyo consumo daba patente de cristiandad en un tiempo donde la presencia de conversos, bien moriscos o judíos, hacía recelar de quienes no era aficionados a los torreznos, la panceta, tocinos y mantecas o de las longanizas.  También era muy consumida la casquería. Amén de la vigilia de los viernes, existía otra menor los sábados -Cristo seguía en el sepulcro- que llevaba a comer la llamada carne de sábado,  que era casquería. Lázaro de Tormes nos dejó un apunte: “Los sábados cómese en esta tierra cabezas de carnero… le cocía y comía los ojos y la lengua, y el cogote y sesos, y la carne que en las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos”

En tiempo de Cervantes abundaban en las ciudades de la monarquía hispánica los llamados bodegones de puntapié donde podían comprarse torreznos, pan, longanizas y charcutería, además de guisos -la comida para llevar está lejos de ser un invento de nuestro tiempo- donde la lengua, los callos, el hígado, la asadura o las manos de cerdo tenían mucho protagonismo. A media mañana era ya frecuente un picoteo al que llamaban “avisillo”, que era un encurtido especiado. Nuestro Luís de Góngora, en su Ándeme yo caliente, señalaba la importancia de la mantequilla, del pan tierno y para las mañanas de invierno naranjada y aguardiente.

No podemos cerrar estas líneas sin referirnos a una receta muy cervantina: los duelos y quebrantos -dejamos a la capacidad de los lectores el averiguar en qué consistían pues no se tiene certeza de lo que eran-. Aparecen al principio del Quijote, cuando se nos cuenta el condumio del caballero manchego: “Una olla de algo más de vaca que carnero, salpicón las más de las noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos…”

(Publicada en ABC Córdoba el 19 de noviembre de 2016 en esta dirección)

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